Opinión
Un hombre excepcional
En silencio, sin quejarse, rodeado de sus queridos hijos, acaba de dejarnos el doctor Faustino Pozo Fidalgo, Tino para sus familiares y amigos. El prestigioso cirujano laparoscopista que tantas vidas salvó; el médico que hacía un seguimiento de la evolución de sus pacientes graves incluso después de haberles dado el alta, sin importarle la hora del día o de la noche que fuera; el galeno que estaba convencido de que para poder curar había que escuchar primero al paciente y después aconsejarle; el ser humano que reconoció a un entrañable amigo que cuando un enfermo "se le moría", lloraba… Eso era Tino Pozo. Eso, y mucho más.
Generoso y solidario, Tino mostró siempre empatía hacia los más necesitados. Para él, toda persona tenía derecho a atención médica, independientemente de dónde se viviera y de su condición. Este principio lo llevó a su máxima expresión cuando, estimulado por la presencia de un joven saharaui en un grupo de médicos internos y residentes que se le había asignado, tomó conciencia de las enormes carencias que padecían los refugiados en Tinduf, víctimas de la traición de España y del exilio impuesto por Marruecos. Decidió entonces crear una comisión de profesionales de la Medicina –con apoyo de un técnico electricista– a la que donó una torre de laparoscopia. Su idea era realizar en el desierto operaciones de cirugía vesicular no invasiva que acortaran al máximo la convalecencia y redujeran, por tanto, el riesgo de infección. Maisa Ordóñez, integrante de aquella comisión, recuerda con admiración con qué habilidad el doctor Pozo, equipado con unas enormes pinzas, lograba extraer vesículas agrandadas, con mínimo impacto en los pacientes. El grupo se entregó entonces a un trabajo agotador que se extendía de seis de la mañana a diez de la noche. En una segunda campaña benefactora en Tinduf, un Tino Pozo agotado sufrió un infarto que pudo costarle la vida. Sin embargo, no dudó en volver al año siguiente.
La posibilidad de ver actuar a nuestro médico leonés y aprender de él, y el poder contar con material apropiado aportado por las sucesivas comisiones, supusieron una mejora evidente de las condiciones sanitarias de los refugiados saharauis.
Además de padre entregado a sus hijos y médico eminente y solidario, Tino Pozo fue un conversador nato, un amante de la vida, de la Naturaleza, del buen comer y el buen beber, del ejercicio físico, del teatro, de la música clásica y de la lectura. En nuestra última conversación, hace pocos días, me confesaba que estaba "respirando, leyendo un libro, y escuchando a Tchaikovsky, que es lo que puedo hacer". No oí de él una palabra de queja. "No pido nada, sólo que me recordéis con cariño", parece que dijo en vísperas de su fallecimiento.
Por supuesto, Tino, te recordaremos con inmenso cariño y con inmensas gratitud. Tu querido pueblo saharaui y los que fuimos tus familiares y amigos estamos hoy huérfanos de un leonés excepcional que hizo de Asturias el escenario de su vida. Descansa en paz.
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