Opinión
Un país en riesgo
Tras la tempestad, suele llegar la calma. Y tras esta desgracia que nos conmueve a todos, a los valencianos en particular, con serenidad, en calma, deberíamos reflexionar sobre lo ocurrido. Si pudo evitarse, o al menos aminorar su magnitud. A las cuantiosas pérdidas materiales que, con tiempo, tal vez se reparen, se une el gestionar el dolor en el que están sumidas demasiadas familias. Dolor asociado a la duda, a la incertidumbre, de si esta desgracia pudo haberse evitado. Lo que mal empieza, mal acaba. Y la previsión y la gestión de la catástrofe han fracasado estrepitosamente. Nuestro sistema político hace aguas. ¿Para qué tanto asesor? Tal vez haya un antes y un después. Que comience un nuevo ciclo y se modifique, al menos, la forma de hacer política en este país. El número de muertos y desaparecidos resulta insoportable para cualquier nación que busque un lugar entre los pueblos desarrollados.
En un país como el nuestro, sometido a una naturaleza (diríase) extrema, será necesario afrontar estos fenómenos atmosféricos que, por su repetición a lo largo de la historia, se dan con demasiada frecuencia y que, según todos los indicios, irán a más y a peor. Como sociedad avanzada, nos urge encontrar fórmulas que los mitiguen. No hay más que comparar el número de víctimas ocasionadas por fenómenos semejantes en los EE.UU. o Japón, donde son mucho más virulentos y frecuentes.
Para esa serena y necesaria reflexión, se deberían tener en cuenta las características del espacio geográfico donde se han dado, sus condiciones climáticas, el paisaje que las soporta, el hábitat que las padece, la sociedad que las sufre, los sistemas de predicción y, por supuesto, la gestión política, tomando nota de la experiencia que en este tipo de catástrofes puedan aportarnos otros países de nuestro entorno que las padecen con un número de víctimas muy inferior. La clase política es quien debe tomar las decisiones para impedirlas o mitigarlas en lo posible cuando sucedan. Y, muy especialmente, actuar con celeridad en caso necesario desplegando las fuerzas del orden encargadas y preparadas para ello. No ha sido el caso, a lo que se añadirá el saqueo padecido por comerciantes y emprendedores, lo cual no deja en buen lugar a un país que se esfuerza en pertenecer al primer mundo. De pronto, se ha roto nuestra burbuja de confort poniendo en entredicho a todo un país inconcluso, fallido. Por hacer. Eternamente en obras.
Nuestra costa mediterránea está sometida a esos fenómenos que no son nuevos y que desgraciadamente ya desencadenaron catástrofes similares en el pasado. Basta repasar los datos disponibles desde que hay registros. Pero aún hay más, los cambios climáticos nos advierten de que estos fenómenos, en lugar de disminuir, se incrementarán con mayor virulencia. Llueve menos, pero cuando lo hace, el volumen de precipitación es mayor y más concentrado, tanto en el tiempo como en el espacio geográfico donde descarga.
Por tanto, en cuanto a la climatología de la zona, estas gotas frías, ahora llamadas DANAS, no son un hecho aislado en la historia. Más bien se trata de lluvias periódicas sumamente devastadoras repartidas por todo el Levante y el sur peninsular y no demasiado lejanas en el tiempo (Valencia, Barcelona, Murcia, Orihuela, Granada, Almería, Sevilla, Mallorca, Jerez) y que se dan con mayor frecuencia tras un verano extremo. Incluso en algunas de esas inundaciones, se registraron cantidades de agua muy superiores a las caídas ahora. A ello se añade el tan manido cambio climático que ya está aquí, aunque buena parte de la sociedad aún se empecine en ignorarlo ¿Se trata de un cambio de ciclo pasajero? ¿Qué impacto tiene la acción del hombre en él? ¿Cómo nos está afectando? No merece la pena discutir una evidencia tan contundente. Pero es evidente que nos incide de manera negativa: periodos cada vez más prolongados de sequía y momentos puntuales de lluvias torrenciales, más el aumento constante de temperaturas. ¿Se ha hecho lo suficiente para ralentizarlo? Probablemente no, pues existen intereses económicos y políticos que lo impiden. Incluso nos atreveríamos a decir que se oponen. Y más aún, siempre habrá quienes intenten, sin escrúpulo alguno, beneficiarse de ello. Sin embargo, ya es más acuciante preguntarse qué se está haciendo para afrontarlo.
Vemos que esos fenómenos tormentosos, ligados a los vientos y al excesivo calentamiento de las aguas del Mediterráneo, se desarrollan en una estrecha franja costera (la más rica y poblada de Valencia y que abarca los últimos tramos de las cuencas del Turia y el Júcar, en este caso) que apenas traspasan los sistemas montañosos que la respaldan, nunca mejor dicho, que se estrellan en ellos formando verdaderos diluvios. Si traspasasen ese relieve, tal vez fuesen menos violentos en la zona y además servirían para engrosar los caudales de los embalses, siempre mermados por los persistentes periodos de sequía. De este modo, esa agua tan necesaria, además de perderse, causa catástrofes devastadoras. Tal vez habría que recurrir a tanques de tormenta.
Otro factor que eleva el riesgo es la elevada densidad de población del espacio geográfico afectado con el asentamiento de populosos núcleos urbanos en torno a la ciudad de Valencia y su Área Metropolitana. En una superficie que no llega a los 700 kilómetros cuadrados de extensión, se concentra más de un millón y medio de personas. No sólo la tercera aglomeración del país por número de habitantes, sino también una de las más florecientes de la Unión Europea por su diversidad económica, industrial y agraria donde se localizan numerosos polígonos industriales y una tupida red de vías de comunicación de intenso tráfico vehicular que, en muchos casos, al construirse sobre taludes y terraplenes paralelas al mar, hacen de muros de contención pues carecen de puentes o aliviaderos para evacuar tal cantidad de agua. O, si los tienen, se han visto desbordados por la envergadura de la riada. Las imágenes en televisión son muy elocuentes al respecto.
Llama la atención la estrechez de muchos de los puentes construidos para salvar ramblas y barrancos, bien a campo través o en pueblos y ciudades que, llegado el caso, actúan como los diques ya mencionados y que la fuerza de la naturaleza revienta. Cauces y torrenteras que permanecen secos por muchos años y que la experiencia nos dice que tarde o temprano esos surcos en el paisaje serán nuevamente el camino natural de aguas torrenciales, pues han sido excavados por su fuerza en el transcurso de los tiempos. Aguas que buscarán de forma natural el camino más rápido y corto para desembocar en el mar al tiempo que los sedimentos arrancados de las montañas serán depositados en la franja costera mucho más llana en la que los ríos divagan por meandros que ralentizan su evacuación. Así se formó uno de los asentamientos humanos más pujante del país: la huerta valenciana.
Añádase el abandono de nuestros campos y montes, o la sobreexplotación de determinadas zonas junto con la ausencia de una política forestal y la falta de atención y limpieza de los cauces fluviales. Las Confederaciones Hidrográficas algo tendrán que decir al respecto. Las ciudades españolas, hasta época reciente, se desarrollaban a espaldas de sus ríos a los que se arrojaba todo tipo de inmundicias, convirtiéndolos en auténticas cloacas y vertederos obstruyendo sus cauces, un serio peligro en caso de avenidas. Y ya que de ríos hablamos, téngase en cuenta el nuevo cauce del río Turia que evita el centro de Valencia, obra del régimen franquista para impedir inundaciones en la ciudad como las acaecidas en 1957. Hoy, su antiguo curso es un vergel de varios kilómetros que atraviesa el corazón de la ciudad. En esta ocasión cumplió perfectamente la función de evacuar las aguas sin dañar el casco urbano de la capital.
También sabemos que la vegetación fija los suelos y evita su erosión por la lluvia e impide que sean arrastrados en suspensión, convertidos en barro y fango, de ahí el color terroso de estas aguas que arrancan cuanto encuentran a su paso sepultando y taponando los cauces. Color que nos delata precisamente la fuerte erosión que sufren estos suelos durante la gota fría.
Todo ello se ve gravemente incrementado por la construcción de viviendas o polígonos industriales en las proximidades de los cauces, es decir en zonas susceptibles de ser inundadas. Incluso se construye dentro de los propios cauces que son las vías naturales de evacuación y que al atravesar los pueblos y sus barrios sufren un peligroso estrechamiento, se ven reducidos o se construyen puentes cuya luz es insuficiente para el paso de las aguas. La maleza ciega sus ojos, ralentiza la marcha del agua, los socava y los destruye.
También sorprende en estos desastres la enorme cantidad de desperdicios que originamos y acumulamos a nuestro alrededor, de materiales de difícil eliminación. Y no sólo nos referimos a los automóviles que ocasionaron verdaderos taponamientos en las calles. Es la constatación de que el hombre se aleja cada vez más de la naturaleza. Que la ignora y la maltrata y no se esfuerza por comprenderla.
Dado el grado de desarrollo de las nuevas tecnologías, no sólo de detección y previsión del tiempo, sino también de alerta y aviso, sorprende que estas hayan fallado estrepitosamente en cuanto a intensidad y rapidez. Alguien tendrá que explicar por qué. Sorprende que se discrepe sobre las previsiones de la AEMET por sus fallos al pronosticar lluvias que luego no se producen. Se olvida que más vale prevenir que lamentar. Hay que pronosticar buen tiempo. Es lo que se quiere oír.
Pero la responsabilidad en la pésima gestión de la tragedia recae en los políticos que, por sí solos, se han convertido en un problema para el país enfrentándolo para sus propios fines, como es el permanecer en el poder contra viento y marea y al precio que sea para seguir disfrutando de los, ya de por sí, excesivos privilegios de que gozan. El ciudadano se siente abandonado viendo cómo se incrementan sus obligaciones y sus impuestos, mientras que las contraprestaciones que recibe van de mal en peor. El deterioro y la desconfianza en la casta política resulta alarmante. Y sin embargo son disposiciones políticas las que rigen la vida del ciudadano, planes urbanísticos e industriales incluidos, en los que, en su mayoría, el ciudadano no interviene, o no se le tiene en cuenta. La concesión de licencias de obras y su supervisión son tareas que recaen en los ayuntamientos, las comunidades autónomas o el Estado en caso de grandes obras. Esas licencias, muchas veces, no tienen en cuenta las zonas de peligro donde se conceden.
Son tan responsables que, si tuviesen un mínimo de honestidad, si fuesen conscientes de lo que supone trabajar para el bienestar del ciudadano en una verdadera democracia, presentarían su dimisión inmediata, irrevocable y en bloque, para dejar paso a un gabinete de crisis que formase un gobierno de coalición integrado por expertos sin intereses en la política y que lleve a cabo urgentes cambios en el sistema electoral para que se elijan a ciudadanos de bien, que trabajen por y para la ciudadanía sin depender de las cada vez más asfixiantes, insolidarias e insaciables demandas de los partidos independentistas que con sus exigencias y disparates hacen de la nacional una política provinciana, carente de perspectiva incluso a corto plazo. Decepciona al ciudadano la constante amenaza de desintegración del país con múltiples organismos cuya eficiencia es más que dudosa. Por otra parte, la partitocracia solo funciona para quienes de ella viven, repartiéndose las instituciones de manera escandalosa, demostrando con creces que sólo van a lo “suyo”, legislando y medrando a expensas del ciudadano que asiste atónito a semejante esperpento sin que sus verdaderas necesidades y expectativas de futuro se vean satisfechas. Siendo estas de supervivencia, como su seguridad, incluidos los fenómenos adversos de la naturaleza, la sanidad, la enseñanza, el trabajo, la vivienda, la libertad, el bienestar. Auténtica lacra, vive a espaldas de la realidad de sus ciudadanos, aferrados a su poltrona para enriquecerse sin esfuerzo. Resulta descorazonador que muchos de nuestros políticos no han dado un palo al agua en su vida, ni saben qué es una empresa, ni han concluido unos estudios básicos para que puedan ejercer sus cargos con solvencia. Son especialistas en intrigas y traiciones para escalar puestos sin mérito alguno dentro de su propio partido. Urge un cambio en la ley electoral para devolver a la política su función de servicio público que nunca debió perder, donde mentir al ciudadano, incumplir lo prometido, sea considerado falta grave.
Política es también la responsabilidad de prevenir, advertir y auxiliar a los ciudadanos en estas tragedias y no sentir el abandono de las instituciones que sufraga con sus impuestos. Política es trabajar para prevenir y evitar en lo posible estas catástrofes. Tras esta de Valencia, la mayoría de los mal llamados “líderes” de nuestro entramado político, deberían desaparecer de la primera línea. Tarea encomiable, sin embargo, la que realizan nuestras fuerzas de seguridad y el ejército dispuestos a intervenir en todo momento arriesgando sus vidas para salvar las ajenas.
No es violencia marginal. Es el hartazgo, la desesperación. Ya no sirve la pose de las autoridades guardando silencios que quedan muy bien en la portada de los periódicos y para abrir un telediario. Los damnificados merecen enterrar dignamente a sus seres queridos, que sus necesidades sean atendidas con la mayor celeridad, que la justicia depure responsabilidades… Si las hubiese.
La enorme cifra de víctimas, la desesperación, el dolor de los supervivientes que lo han perdido todo, que han quedado en la miseria más absoluta y que deberán partir de cero en sus vidas, no solo se merecen el respeto de los políticos y que no los usen como moneda de cambio para sus espurios fines, sino también que se haga todo lo posible para que en el futuro otros conciudadanos no sufran las mismas consecuencias, el mismo dolor. Paz para las almas de los fallecidos. Entereza para sus familias. De todo corazón.
La Tierra nos precede. Nos ha sido dada. Debemos entenderla y convivir con su fuerza.
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