Opinión | Manual de contrarresistencia

La cáscara vacía

Las consecuencias de la desidia de los ciudadanos en una sociedad democrática

En el hermoso libro de Dorothy y Henry Kraus donde explican cómo restauraron la sillería gótica de la catedral de Oviedo, se reflexiona sobre la principal causa de la destrucción del patrimonio histórico. Y, contra lo que se pudiera pensar, no sitúan en primer lugar a las guerras sino a "la desidia".

La palabra desidia define los comportamientos en que prima el desinterés y la pasividad, y está emparentada con una amplia gama de conductas, desde la abstención consciente hasta el "ponciopilatismo crítico", consistente en lavarse las manos ante una situación compleja y dejar que otros decidan, pero sin renunciar a quejarse del resultado.

Efectos de la desidia en las sociedades democráticas.

La inevitable consecuencia de la desidia de los votantes en una sociedad democrática es que los valores que constituyen sus cimientos acaban siendo simple palabrería, convirtiéndose la democracia en una cáscara vacía pese a que los políticos se autoproclamen los seres más democráticos del universo presumiendo de que el sentido democrático está inscrito en sus genes, lo que no sucede a quienes no piensen como ellos. Sospecho que la presencia –y, encima, selectiva– del "gen democrático" nunca será corroborada por Carlos López-Otín en la revistas "Nature" o en "Cell".

Recordemos que los regímenes políticos que no eran democráticos, sin embargo no renunciaban a utilizar esa palabra fetiche. La dictadura franquista era una "democracia orgánica", y los países europeos tras el telón de acero afirmaban ser "democracias populares". En ambos casos, la metafórica cáscara democrática estaba vacía desde su nacimiento.

¿Qué genera, en nuestro país, la desidia del votante?

Es frecuente escuchar a quienes se abstienen de votar o lo hacen en blanco que ellos están fuera del sistema y que es irrelevante votar o no. Desde otro punto de vista, se ha popularizado la expresión "votar tapándose la nariz", comportamiento consistente en volver a entregar el voto al partido al que se ha votado siempre, pese a que pueda estar infectado por la corrupción y el incumplimiento de sus promesas, únicamente para que no ganen otros. La primera de las variantes –"ponciopilatismo crítico"– no la puedo compartir; pero la segunda me resulta aún más incomprensible. Es una versión, en época democrática, del "¡Vivan las cadenas!" que se gritaba a favor de la monarquía de Fernando VII.

¿Consecuencias de la desidia del que no vota o sigue siendo fiel al partido que no lo es con él, y de los militantes que no exigen a sus líderes el cumplimiento de sus compromisos y el respeto a las leyes? Baste con mencionar tres ejemplos: A) La imposibilidad o la existencia de trabas para elegir la lengua castellana en la enseñanza, vulnerando el artículo 3 de la Constitución. B) Que en la educación de los bachilleres se encargue la lectura de un libro de Carlos Ruíz Zafón, pasando de puntillas por "El buscón don Pablos", "Las novelas ejemplares" y la espléndida producción de Pérez Galdós o Pío Baroja, y C) Que no se apague la radio o la TV cuando alguien exponga argumentos insostenibles a favor de decisiones que todos sabemos por qué se adoptan, como sucede con la famosa "quita" de la deuda de las comunidades autónomas y el troceamiento de la soberanía nacional. De todo esto son responsables los políticos elegidos, pero también los votantes y militantes que permiten tales comportamientos y reiteran su apoyo en la siguiente convocatoria.

El peligro de la desidia a nivel internacional.

En un artículo publicado en LA NUEVA ESPAÑA el día 15 de junio de 2024, titulado "Ni prepotencia, ni mentiras ni amenazas", escribí: "Uno de los peligros que amenazan la supervivencia de los regímenes democráticos es la pasividad de los ciudadanos ante los comportamientos prepotentes, las mentiras y hasta las amenazas”.

Trasladando estas reflexiones al escenario internacional, tras el vuelco producido, y pese a que no me atrevo a descartar más vuelcos y contravuelcos, porque detecto un desagradable aroma a mercadeo, hay límites que no se deben traspasar y, si se hace, es necesario dar una contundente respuesta. Se puede discutir de todo, incluso acerca de la necesidad de que los países de la Unión Europea hagan una enorme inversión en defensa, pero falsear la realidad, obviando que Rusia invadió Ucrania y descalificar a Zelensky es algo ante lo que no se puede ser tibio.

En la pasada Conferencia de Seguridad de Munich, el vicepresidente norteamericano se permitió abroncar a todos los europeos, denunciando la pérdida de valores que Europa compartía con los Estados Unidos, recordándonos que "en Washington hay un nuevo shérif", y afirmando que la libertad de expresión estaba en retroceso en Europa. Sorprendentemente, no se refería a la Rusia de Putin, sino a nosotros.

El vicepresidente James Vance tiene 40 años y su vida fue muy difícil desde la infancia. En páginas oficiales se destaca su gran capacidad de superación y su exitosa actividad en todos los órdenes. Más de un lector recordará el "incienso mediático" en torno al Sr. Vance antes de las elecciones presidenciales en USA, pero la sensación de seguridad que debe generarle todo lo que ha conseguido no le convierte en la persona más autorizada para impartir clases de moral ni de democracia. Teniendo en cuenta a quien sirve y lo que defiende, ni su esfuerzo ni el enorme poder que acumula alcanzan la centésima parte del valor ético-científico del trabajo de investigación menos interesante –si hay alguno que merezca tal calificativo– de Carlos López Otín. Hay límites que la dignidad humana no permite rebasar, y lo que se hace con Ukrania y lo que soportaron los asistentes a la Conferencia de Munich no debe ser la norma, sino la excepción.

Pese a las carencias de la Unión Europea, ha sido un valiosísimo instrumento de paz y de progreso, con sus errores y aciertos. Por eso, quienes actúen con desidia o complacencia ante comportamientos como los que refiero, sean gobiernos, partidos, o particulares, estarán participando de la degradación moral que conlleva disculpar la tergiversación de la verdad. Y, entonces, no podrán evitar tener que asumir su parte de culpa, y que otros se lo reprochen.

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