Un escritor en el Museo de Bellas Artes de Asturias

"Desde antiguo la pintura ha interpelado a los escritores": La relación de Ricardo Menéndez Salmón con el centro expositivo ha dado como resultado tres libros tras cinco años de una colaboración entre pintura y literatura que el autor explica en las siguientes líneas

Una marina de Luis Fernández en el  Museo de Bellas  Artes de Asturias.

Una marina de Luis Fernández en el Museo de Bellas Artes de Asturias.

Desde antiguo la pintura ha interpelado a los escritores. Culmen y repositorio de la representación humana, al menos hasta el advenimiento de la fotografía y de su prolongación todopoderosa, el cine, la pintura ha llevado siempre consigo la pretensión de ser dicha. Aquietada en una encáustica de Al Fayum, en una Anunciación de los primitivos italianos o en un paisaje de Corot, la mirada del pintor, al fragmentar la realidad, expresa la voluntad por aprehender un pedazo del mundo que invita a ser interpretado mediante el discurso. Incluso la denominada pintura abstracta, en la que la figura se ha diluido y la obra no encierra otra cosa que las pulsiones del artista convertidas en mancha, en trazo o en cifra esotérica, demanda la disposición por parte del escritor a desvelar qué esconden esas correspondencias inefables.

Flaubert advirtió que basta contemplar algo durante el tiempo suficiente para que se convierta en interesante: un simio, una catedral, un paisaje. Por eso, huelga decirlo, lo cotidiano resulta tan atractivo. Es seductor pensar en cómo los pintores se han apropiado de este aserto. Recordemos las botellas, los vasos y los jarrones de Morandi, los yacentes cuerpos desnudos de Freud, los interiores domésticos de Vermeer. Proust, por su parte, creía que el genio pictórico es aquella instancia que, al contemplar el mundo, lo reinterpreta de tal modo que sucede como si volviera a crearlo, pero no ex nihilo, como pretenden las religiones, sino a partir de una ingente información previa. Antes que un dios, el artista es, pues, un copista de obras ajenas, un compilador de tradiciones precedentes, un glosador de líneas de pensamiento ya existentes, y su importancia como creador será tanto mayor cuanto más resonante sea su copia, su compilación, su glosa. Así, la pintura no es, ni más ni menos, que la aportación de otra mirada flamante al mundo. O para usar una metáfora de uno de mis escritores favoritos, Julien Gracq, el pintor no es sino una "delicada química personal" mediante la cual un espíritu nuevo metaboliza, transforma y restituye, en forma inédita, no el universo en bruto, sino la expresión más o menos sublimada de toda esa materia desorganizada y caótica que le confronta, le constriñe y le compromete. Borges cifraría este predominio del cómo sobre el qué mediante una imagen que ha devenido justamente célebre: la historia de un piojo puede resultar tan asombrosa como la peripecia de Alejandro Magno.

Frente a una literatura de evasión que ha apadrinado el subgénero de la "novela de pintores", a mitad de camino entre la hagiografía y el retrato de época, salpimentada por una seudofilosofía del arte inflamada de tópicos, en la habitual dirección light que tiñe parte nada desdeñable de la ficción contemporánea, existe una literatura rigurosa que ha hecho de la pintura su alimento. A vuelapluma, y sin ánimo de exhaustividad, un puñado de obras acuden a la memoria. Cómo no recordar a José Saramago y su "Manual de pintura y caligrafía", uno de sus textos más bellos anteriores a la consagración en Estocolmo. O a Orhan Pamuk, quien nos legó un memorable relato acerca de las diferencias que Oriente y Occidente mantienen en torno a la pintura en "Me llamo Rojo". O "El túnel", la alucinada historia de Juan Pablo Castel que ideó Ernesto Sabato. O "Maestros antiguos", la furiosa diatriba de Thomas Bernhard contra los críticos, en la cual se encierra esa temible pregunta que tantos pintores se habrán hecho en algún momento de sus vidas ("¿Por qué pintan los pintores cuando existe la Naturaleza?"). O "Arte", de Yasmina Reza, demoledor ajuste de cuentas con la inanidad de cierto arte contemporáneo. O "Los reconocimientos", de William Gaddis, su monumental trabajo acerca de la falsificación en el arte, acaso la mejor novela de pintura y pintores jamás concebida. O "La montaña blanca", de Jorge Semprún, donde una pieza de Patinir dialoga con la experiencia intransmisible que supusieron los campos de concentración nacionalsocialistas. O "Dejemos hablar al viento", de Juan Carlos Onetti, en la que el comisario Medina busca pintar la ola perfecta en una metáfora exquisita del hecho artístico. O, cómo no, la prosa inimitable de Pierre Michon, estilista mayor de la literatura actual, que ha cifrado el haz y el envés del ensueño pictórico en dos obras impagables: "Señores y sirvientes", que atesora uno de los textos más bellos de la literatura europea de todos los tiempos, el dedicado a Piero della Francesca, y "Los Once", donde Realidad y Deseo dialogan en un encuentro que nos pone sobre la pista del viejo anhelo de los letraheridos: que su empeño, la literatura, quizá no sea otra cosa que el intento, más o menos afortunado, de pintar con palabras.

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Fue Francisco González Fernández, catedrático de Filología Francesa de la Universidad de Oviedo, quien forjó la complicidad que media hoy entre Alfonso Palacio y yo. Paco venía de traducir para KRK Ediciones un libro de Phillipe Claudel, "Adiós, señor Friant", en el que el autor de "Almas grises" conversaba con las obras que Émile Friant, un pintor ligado a su región natal, Nancy, había forjado. A Paco le había seducido el matrimonio que entre literatura y pintura se daba en el texto, y conocedor de mi pasión por la plástica, que yo había reflejado ya en novelas como "La luz es más antigua que el amor" y "Medusa", pensó que un encuentro con Alfonso, lector exquisito y hombre de inagotable curiosidad intelectual, podría propiciar un contacto entre ambas experiencias estéticas. Un contacto que no habría sido posible sin el ánimo aperturista que Palacio ha instalado durante estos últimos doce años en el Museo de Bellas Artes, y que yo reputaría no sólo como una de las marcas de agua de su paso por la institución, sino como una conquista que conviene mantener a toda costa en la futura andadura del museo. Pues Palacio, amén de mantener vivo el legado existente, extender los fondos con la adquisición de obra nueva, propiciar el acceso mediante préstamos y donaciones a colecciones de referencia y abrazar vínculos de colaboración con museos de primerísima línea, ha instalado una mirada híbrida, mestiza, desacralizadora, abriendo el espacio museístico a su interpenetración con la literatura, la música, el cine, el cómic o la moda.

Mi relación con el museo se ha encarnado en tres libros, cada uno de ellos dedicados a un motivo recurrente en sus paredes, cada uno de ellos encarado mediante una estrategia narrativa diversa, cada uno de ellos propietario de una sensibilidad muy definida.

El primer título, "Este pueblo silencioso", abrazaba una petición de principio al abordar la representación de las manos en la pintura. Esas manos presentes en algunas de las más antiguas muestras del arte parietal y que huyen de la gruta primigenia para hallar refugio en el museo, depósito de nuestra sensibilidad y palimpsesto de nuestra exhaustividad, epítome de las costumbres y de las permanencias, de las vanidades y de los regocijos, cueva de cuevas. Pues en un diálogo sostenido a través de las épocas, mudable y mutante, las manos han pintado las manos y el lenguaje ha querido explicar una de las más perfectas herramientas humanas también en su dimensión estética. Todo cabe, acaso, en la corrección que Aristóteles hizo a Anaxágoras, y según la cual no somos inteligentes por el hecho de poseer manos, sino que por el hecho de poseer manos somos inteligentes. Una inteligencia, plausible huella de lo que sobrevivirá a la tiranía de los calendarios, que se ha manifestado en las manos dolientes del Cristo de San Doménico de Arezzo de Cimabue, en las inigualadas manos orantes de Durero, incluso en las manos borradas con que Arshile Gorky evidenció en las visiones de su madre la historia arrebatada al pueblo armenio. Y que yo, en una pequeña, humilde, intransferible lectura de las manos en la colección del Museo de Bellas Artes de Asturias, pretendí convertir en homenaje al instrumento que un día se prolongó en el gesto, la filigrana, la pincelada, el dibujo y la materia para perpetuar su presencia en el mundo.

Mi segunda colaboración, "M’illumino d’immenso", se valía del inmortal poema de Giuseppe Ungaretti para dar cuenta de mi paisaje predilecto, el mar, y adoptaba la forma de una carta al padre ausente, como un recordatorio no del todo inocente de que el mar es, por definición, movimiento, y de que la vida es mutación y cambio, constante transformación, dialéctica insuperable. La convicción que animaba la obra resultaba a su modo diáfana. Y no era otra que el mar perdurará frente a cualquier afán humano. Lo que no constituye una epifanía ni un oráculo. Lo que no constituye ni siquiera una ley de la física, sino la certeza que los nacidos frente a sus orillas poseemos desde la infancia. Ese mar que es a la vez cauterio y herida, que prohíbe a quien lo contempla cualquier tentación de impostura. Pues aunque un día demos la vuelta al mundo, sólo frente al mar sentiremos que nos hallamos de regreso a casa. Su infinita paciencia, su rostro siempre idéntico y siempre cambiante, encierra la fábula más antigua y otorga la más hermosa pintura. Las salas del Bellas Artes cuentan esa historia con una delicadeza y una fuerza imborrables, la que media entre una playa normanda capturada por el dibujante exquisito que fue Luis Fernández y el apoteósico ¡Todo a babor! de Álvarez Sala, una pintura que con sus 230 centímetros de alto por 280 de ancho regala por sí misma una experiencia inmersiva, acuática.

Por último, "Vidas irrevocables" expandía su mirada hacia el rostro, nuestro embajador ante el mundo, aquello que los otros ven de nosotros y que nosotros no podemos admirar salvo en los espejos y en las plasmaciones icónicas. La idea axial del libro era el recordatorio de cuántas cosas caben en un rostro: el miedo, la alegría, la sobriedad, el fulgor, la paciencia. No en vano, el filósofo Emmanuel Lévinas dejó dicho que la relación que el ser humano mantiene con el rostro construye un discurso ético. Pues el rostro es lo que no se puede matar. Y quizá por ello observar un rostro significa siempre imaginar una vida. Cada rostro encierra así un relato, pero también su negación. O su gemelo paradójico. En consecuencia, en ese libro me atreví a soñar otras existencias para rostros que fueron. Y regalar a un puñado de hombres y de mujeres el misterio de unas vidas que no sucedieron, pero que por ello mismo, al hacerse texto, se han vuelto irrevocables. La conversión de un evangelista del Greco en un poeta neoparnasiano o la ensoñación que traviste a un ceñudo marqués dieciochesco en un irresistible actor de comedia son el tributo que el sueño paga a la realidad en un libro lúdico pero lúcido, pues la literatura no es, en el fondo, otra cosa que una inmensa máquina generadora de vidas alternativas.

En resumen, durante estos cinco años de colaboración entre pintura y literatura el Museo de Bellas Artes de Asturias se ha convertido en una segunda casa para mí. Una casa siempre abierta, siempre disponible, de todos y de nadie, tan elocuente en su belleza como formidable en sus texturas, una casa que siento y hago mía cada vez que deambulo por sus rincones, mientras recorro sus salas con el recuerdo de una frase de Simone Weil que resuena en mi ánimo como una especie de conjuro: la atención es la forma más pura y rara de la generosidad.

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