La hedonista en su laberinto
"Días lentos, malas compañías" conmueve por la confianza que su autora, Eve Babitz, muestra en su capacidad de aprehender la luminosidad

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Existen personalidades que se mueven en las esferas del arte, de la moda y de la opinión con naturalidad pasmosa. Es probable que la elegancia, en realidad, no consista en otra cosa que en hacer las cosas sin esfuerzo, en transcurrir sin sobresaltos, en dejarse llevar por la corriente de los días como si se formara parte de su atrezo. La vida de Eve Babitz aspira a situarse en esa perspectiva plástica, en la que el río de lo cotidiano se mueve a velocidad creciente, arrastrando consigo costumbres e idiosincrasias, y donde una serie de personas (cronistas de sociedad, creadores del gusto, heraldos del sentir de cierto milieu) encarnan el carácter del tiempo y del espacio en los que se mueven.
Babitz se hizo célebre a los veinte años al posar desnuda jugando al ajedrez con Marcel Duchamp en una fotografía de Julian Wasser. Su vida tomó después muy distintos derroteros, algunos de ellos objeto de escrutinio público por razones mundanas. De hecho, Babitz alimentó durante décadas el gossip afectivo (como amante que fue, entre otros, de Jim Morrison, Steve Martin o Harrison Ford) a la vez que satisfacía una interesante carrera como diseñadora gráfica (Buffalo Springfield o The Byrds fueron clientes suyos) y una aún más señalada trayectoria como articulista para publicaciones del calibre de "Rolling Stone", "Esquire" o "Cosmopolitan". No en vano, en esta última trinchera es donde su nombre se pone en relación con firmas tan reputadas como las de Joan Didion o Hunter S. Thompson, sin que por ello debamos llevar esa relación más allá de la coincidencia de un clima cultural y de un calendario compartido.
"Días lentos, malas compañías", volumen publicado originalmente en 1977, y subtitulado "El mundo, la carne y Los Ángeles", es un buen precipitado del conjunto de intereses que adornaron la vida de Babitz durante su juventud, y admirado desde un ahora descreído, violentamente escapista, resulta conmovedor por su confianza en ser capaz de aprehender la luminosidad (aunque también el escarnio y la sombra) de un lugar seductor. Como si California y, dentro de ella, Los Ángeles fueran mecas de una peregrinación que nadie en su sano juicio se atrevería a ignorar, estancias que cualquier aspirante a la fama y al reconocimiento ansiarían ocupar. Así, la mujer que se sabía despiadadamente cínica al afirmar que no podía empatizar con las personas cuyos amigos habían muerto en accidentes, pues todos los suyos "murieron a propósito", era la misma que, con algo parecido a la ingenuidad, aseguraba amar las multitudes, pues en ellas quedaba excluida la elección. Si bien la sensación dominante que, como lectores, nos asiste al recorrer su obra, es que Babitz fue una hedonista en su laberinto que luchó por atrapar el fulgor y la decadencia de su momento con gracia irresistible y, a la vez, con feroz escepticismo. Al fin y al cabo, el matrimonio entre la juventud y el placer es uno de los más estremecedores que existe cuando es admirado desde la perspectiva del tiempo cumplido.

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Días lentos, malas compañías
Eve Babitz
Colectivo Bruxista, 220 páginas, 21,50 euros
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