Opinión
Montila
En recuerdo del profesor del IES Bernaldo de Quirós recién fallecido
Me acuerdo de él muy a menudo, pero me acordé especialmente cuando el año pasado el azar me llevó, primero, a la Acrópolis de Atenas y, después, al Panteón de Agripa. En ambos casos lo llamé para contarle dónde estaba y agradecerle que me hubiera enseñado a comprender y amar esos prodigios mucho antes de que tuviera la ocasión de contemplarlos con mis ojos.
En ambos casos me quedé sin otra respuesta que el silencio. Sentado en un pedrusco frente al Partenón, apoyado en un costado de la fuente que preside la Piazza della Rotonda, comprendí que la tristeza cobra a veces la apariencia de una llamada que no coge nadie. Me trae ahora el teléfono la noticia de la muerte de Montila y no estoy seguro, pese al trato estrecho y continuado que mantuvimos durante unos cuantos años, de que alguna vez llegara a expresarle la gratitud que le debo por todo cuanto aprendí en sus clases, en aquella aula en penumbra donde proyectaba para nosotros su colección de diapositivas, cientos y cientos de transparencias que condensaban toda la belleza del mundo, ni lo mucho que disfruté en las conversaciones que fuimos teniendo luego, cuando yo lo visitaba cada vez que volvía a Mieres en las vacaciones o si los desahogos veraniegos propiciaban algún encuentro improvisado en cualquier terraza de Gijón.
No conozco a ningún estudiante del Bernaldo en los noventa que no temiera a Montila, esa fama se había ganado como jefe de estudios, ni sé de nadie que tras tenerlo luego como profesor no terminase adorándolo.
Tenía una voz profunda y admonitoria, como de profeta desencantado, y una mirada firme y escrutadora subrayada por dos ojeras que parecían hijas de todos los insomnios. Nos trataba de usted cuando ya no lo hacía nadie, y exigía un código de disciplina tan estricto que llevó a que muchos lo creyeran un nostálgico de épocas funestas cuando, en realidad, era todo lo contrario: un modo de enseñarnos que todo importa y que sólo podemos pretender que los demás nos tomen en serio si primero nos tomamos en serio a nosotros mismos.
Nos echó broncas descomunales y nos regaló algunas de las enseñanzas más importantes que sacamos del Bachillerato. Sabía hacernos entender que la historia no era algo remoto y oxidado, sino puro presente que nos interpelaba, y conocía la fórmula capaz de convertir un ánfora etrusca o un capitel románico en una narración tan sugerente como hipnótica.
Cuando se distendía nos hablaba de discos, de películas, de series; nos animaba a hacernos con una educación sentimental más allá de los manuales. Nos contagiaba su fascinación por las grandes obras de la historia del arte y nos prevenía contra los riesgos que nos aguardarían ahí fuera, en cuanto nos arrojáramos a la intemperie de la vida adulta. Nos ponía un día sí y otro también entre la espada del aprobado por los pelos y la pared del suspenso inmerecido, pero ésa era su forma de protegernos.
Terminé la prueba de Arte en la Selectividad absolutamente descorazonado: Montila me habría tirado ese examen a la basura; cuando me dieron la nota, resultó que había sacado un nueve y medio. Muchos de quienes compartieron pupitre conmigo en esos tiempos me lo han dicho a menudo: es uno de los pocos profesores cuyas clases no se les han ido jamás de la cabeza. Nos enseñó a valorar, apreciar, cuidar, querer, todas las cosas hermosas, todo aquello que hace mejor el mundo. Por eso estoy escribiendo ahora estas líneas. Porque el hombre que a tantos nos dio tanto no se merecía que su muerte se redujera tan sólo a una esquela más en el periódico. Para decirle, ahora que no me oye, lo que le hubiese dicho aquellas veces que lo llamé y no me cogió el teléfono.
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