Comidas y bebidas

Gourmets en el Salón; gran concepto culinario en Osa

En el restaurante de Jorge Muñoz y Sara Peral, todo viene bien aprendido desde la cocina, que del primer al último empleado defienden con entusiasmo coral no fingido y eficacia ante el comensal, sin tener que recitar los platos como si fueran loritos durante el pase

Foto de familia de los productores asturianos en Ifema, en el Salón Gourmets

Foto de familia de los productores asturianos en Ifema, en el Salón Gourmets

Luis M. Alonso

Luis M. Alonso

Lunes y martes en Madrid en el Salón de Gourmets, que se despidió ayer en medio de una espectacular puesta en escena. Cada vez es mayor el número de intérpretes en Ifema: son 2.097 expositores y más de cien mil profesionales, según los cálculos de la organización, los que acuden a la feria gastronómica de calidad más importante de Europa. Treinta y ocho ediciones desde los comienzos en abril de 1987 en el Pabellón de Convenciones de la Casa de Campo, con apenas 80 concurrentes. Largo el camino recorrido y abundante el prestigio atesorado durante todos estos años gracia al Grupo Gourmets, un conglomerado bajo la sabia presidencia de Francisco López Canís que, junto con su socio Fernando Jover, puso en marcha entre otras iniciativas, a mediados de los setenta del siglo pasado, la publicación Club de Gourmets, que es historia en la gastronomía española y que en la actualidad dirige Reyes López. La revista, el club de vinos, el anuario y el salón, se han convertido en hitos del devenir gastronómico español, y los nombres de López Canís, su hijo Francisco López–Bago, y Jover, navegan en ellos con indudable gran mérito.

Inabarcable, el Salón permite a los visitantes una visión nítida de la gastronomía nacional, prestando cada vez mayor atención a los productos de fuera. Uno pasea, ve y se entretiene aquí y allá, con una trucha pirenaica; tomando un culín de sidra con Samuel Trabanco; catando las ultimas añadas de Siluvio, los vinos que Lalo Méndez León elabora en Ibias; bebiendo unas copas de Carroa, el tinto novedad de Protos; también, con los maravillosos quesos de Rey Silo; probando los extraordinarios jamones y chacinas de la burgalesa Casalba, o los despieces del atún rojo de Balfegó; unas ostras de Sorlut; las anchoas de Don Bocarte; o las carnes rojas de Txogitxu, de Imanol Jaca, en compañía del incomparable Julius Bienert, cocinero, escritor, presentador de televisión y estupenda persona. O comentando la jugada con el productor de televisión y escritor gastronómico, Pepe Barrena, y el nefrólogo y gastrónomo, Francis Vega, que hace ya unos cuantos años contribuyó aportando sus conocimientos en la materia a la Guía Gourmets.

Madrid era el lunes y el martes el de sus mejores cielos azules y despejados, después de días de lluvia. Así que, de Madrid al cielo. El día anterior, el domingo, estupendo almuerzo en La Mar, el nuevo restaurante de Gastón Acurio, que pese a haber abierto sus puestas hace poco más de dos semanas parecía estar ya en un rodaje de años.

Con un tique medio, barato para la capital, este nuevo intento del chef peruano podría consolidarse enseguida dentro del objetivo de trasladar al barrio de Chamartín y sus inmediaciones una cebichería típica limeña de tipo familiar, lugar de encuentro donde poder beber unos pisco sour, comer unas ostras nikkei, un cebiche de corvina, o un tiradito criollo; un anticucho de corazón de res, o una buena vieja cocinada a la brasa y abierta, con papa amarilla, ají y choclo. Acurio jugaba a ser profeta cuando dijo aquello de que un día los cebiches peruanos serían amados en todo el mundo. Ya lo son. Y el restaurante La Mar contribuirá seguramente todavía más a ello.

Desde el lunes por la noche, Osa, en la ribera del Manzanares, es para mí una de las mejores experiencias gastronómicas de este país. Gran concepto culinario el de Jorge Muñoz, Sara Peral y el resto del equipo encargado de llevar felicidad a las mesas, con acierto, sin estridencias ni imposturas. Todo aprendido desde la cocina, que del primer al último empleado defienden con entusiasmo coral no fingido y eficacia ante el comensal, sin tener que recitar como si fueran loritos durante el pase. Aquí no hay cuento. Aparente sencillez en el plato y, sin embargo, un gran trabajo de cocina detrás, desde la selección inicial de charcutería casera con el cuello de gallo relleno, la lengua escarlata de cebón, el bisbe blanco y el boudin noir, a la sobrasada que en su caso no es solo de cerdo. Luego, una terrina de ternera muy suave con perejil; trucha de Bedón ahumada con madera de manzano y una deliciosa mantequilla; un foie gras marmolado, sobrenatural, de los mejores que he comido en mi vida. Más tarde un rollito de salmonete en una especie de finísimo croute, utilizando técnicas japonesas y amazake; y una vieira alucinante con un caldo de bacon como para envasar y beberlo a morro. En el medio, cuatro productos de la huerta elevados a los altares: una mini zanahoria con koji, homenaje a la mejor crudité; unos pimientos chocolate con pil-pil de bacalao de las islas Feroe y unas suaves verdinas de Luarca en la misma tesitura; endivia para gemir de placer cubierta de un garum cremoso hecho en casa con tenkasu, masa frita crujiente japonesa para proporcionar textura.

Acto seguido, anolini (pasta de huevo típica de Piacenza) rellenos de una picadita de butifarra, inmersos en un caldo muy rico pero no demasiado emocionante el conjunto. Más tarde, anguila de Figueira da Foz, también crujiente, para no olvidarse jamás de ella, con una hojita de tsunamono; y mero con un ajilimójili amarillo perfecto. No me pelearía con nadie por la suprema en su jugo de pintada de los Monegros que siguió, junto con los fideos soba que vinieron inmediatamente. Pero sí por la alita de la misma pintada convertida en una ballotine riquísima y laboriosa, de fino bocado.

Cerrando los platos salados, buenísima la paloma torcaz tanto en salmís, como la pechuga a la brasa. Muy rico el postre de castaña del Bierzo; fuera de capítulo por extraordinario el sake kasu, una especie de panna cotta con aceite (frantoio).

Vinos

Artuke Trascuevas 2022

Otra buena añada de la bodega de la saga Miguel Blanco, elaborada con un 90 por ciento de la variedad viura, el resto de malvasía y palomino, uvas procedentes de viñedos antiguos en Ábalos, Samaniego y Baños de Ebro, uvas cultivadas en suelos arcillo-calcáreos. Maduración al 50 por ciento en fudres de roble y de hormigón durante un año. Se trata de un vino blanco atlántico pero a la vez con algo de influencia mediterránea, tiene una nariz intensa de hinojo y anís, fruta blanca, hierbas silvestres y flores, brioche, con un fondo de mineralidad, sin desarrollarse todavía en la botella. En la boca se presenta complejo, limpio, elegante y fresco. Para beber y también guardar. Alrededor de 32 euros la botella. 

Carroa 2021

Carroa significa Camino a Roa. Según la bodega, rinde homenaje al significado de este pueblo burgalés y sus alrededores en la historia del vino. Es la gran novedad de la bodega pionera de Ribera y supone una continuación del camino abierto por Protos 27. Elaborado con uva tempranillo de viñedos de más de 50 años, tiene una crianza de 16 meses en barricas de roble. Color rojo picota. En la nariz destaca por la carga de fruta roja y negra, cierta complejidad aromática, notas tostadas, toques especiados y recuerdos sutiles de vainilla. La sedosidad del sorbo acompaña en la boca, en la que se muestra tan goloso que no apetece dejar de beberlo. Necesita oxigenar antes de servir. El precio de la botella ronda los 50 euros. 

Pinot Noir 21 Greywacke

Buen pinot noir neozelandés de Marlborough, rico y complejo. Distinto, no se trata de un vino al uso de esta variedad pero no defrauda a sus seguidores. En la nariz asoman cerezas rojas y ligeros aromas herbáceos, especias y recuerdo de cedro, húmedo, terroso y con recuerdos minerales. Elegante. En la boca se muestra poderoso, con taninos suaves equilibrados por una fina acidez, bien estructurado, sabroso. Tapón de rosca, la botella cuesta en torno a los 35 euros.  

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