Opinión

Pasión sin Resurrección

El momento culminante de la Semana Santa

Creo que todos o al menos un alto porcentaje de aquellos que ya sobrepasan los 40 años y que puedan estar leyendo estas líneas, son capaces de retrotraerse al pasado y revivir momentos de sus semanas santas de infancia y adolescencia. Casi puedo asegurar que aquellos días de regalo vacacional en primaveras más o menos florecientes, ya fueran vividas en el pueblín o sin salir de Oviedo, serían parecidas. El pistoletazo de salida lo daba la mañana del Domingo de Ramos, en la que aparte de portar la rama que debía ser bendecida entre la multitud, estábamos de estreno ya fueran unos playeros que después desgastaríamos en el verano o unos calcetines de perlé que machacaban los pies. Las siguientes tres jornadas transcurrían de manera extraña como antesala del triduo pascual que nos esperaba. Jueves y viernes eran días de recogimiento, de bacalao en la mesa y de muchos romanos en la televisión. Y luego llegaba el sábado con aquella vigilia interminable envuelta por letanías pero que culminaba, entre risas y cantos, con un chocolate y unos bizcochos en los locales parroquiales. El domingo de Resurrección mayormente nos recordaba que el mandilón de la escuela estaba sin planchar y de que muy pronto nos caería un examen.

Yo no sé cómo viven hoy las familias estos días; sé cómo los vivo yo, que ya es bastante. Lo que sí sé es que desde hace ya unos cuantos años se nos ha antojado que puede ser un buen momento para que guiris y nacionales visiten nuestra tierra con el reclamo de una Semana Santa ferviente que se exhibe entre pasos y cofrades. Obviamente, la idea no es mala; de hecho, es brillante y celebro que el turismo campe a sus anchas por nuestras calles en pro de una riqueza económica tan necesaria para la región.

Pero permítanme una reflexión que a raíz del cartel publicitario expuesto en marquesinas me ha llevado a este artículo. Parado frente a él, disfruto con su estética. El color purpura, en forma y fondo, que chorreando desde la túnica de un nazareno perfila el rostro de un Jesús doliente salpicado por la sangre que las espinas hundidas en su cabeza derrama. Y sigue el tono morado hasta un Jesús ya muerto clavado en los maderos mientras la catedral de San Salvador parece observar desde la lejanía y sin poder hacer nada porque nada se puede hacer. Y a la izquierda de la imagen, una madre inconsolable parece esconderse tras el capirote del Nazareno que nos ha vestido toda la estampa. Todo el cuadro nos conduce a la pasión y muerte de Cristo pero... ¿y la Resurrección? Deseo con todas mis fuerzas que el consistorio, o quien haya sido el artífice de esa campaña tan loable y necesaria, no quiera dejarnos en la oscuridad, de que quizás haya olvidado tontamente que existe un interruptor de luz perpetua.

Y lo digo, no solo como parte de una naciente Hermandad del Resucitado, en la que soñamos con mucha ingenuidad que tal vez sería posible vencer las inercias que los propios creyentes no acabamos de superar: el ocultamiento silencioso del acontecimiento central de toda una Semana de Pasión, la luz, el triunfo, la victoria esperanzadora de la vida, la Resurrección. A nadie se le oculta un fenómeno que venimos experimentando, con los fieles y con los curiosos que se hacen ver en los misterios de dolor y muerte, pero desaparecen de forma incomprensible de las Vigilias y celebraciones de la Resurrección.

Tampoco quisiera ser demasiado suspicaz o malévolo, pensando que todo es fruto de una guerra silenciosa que algunos sectores de nuestra vetusta y marujona ciudad mantienen viva con su oposición soterrada, con sus aldeanadas y ataques poco coherentes con el ser de una hermandad de creyentes, contra una joven Hermandad que nace con mucho sufrimiento y dificultades, que está buscando un lugar, no para alardear de grandezas, sino para anunciar el triunfo de la vida, el verdadero sentido de toda esta parafernalia, la Resurrección. Solo espero y deseo que vivamos una auténtica Semana de Cruz y de Resurrección. n

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