Opinión | Iglesia
Toño García
Francisco, el papa que auditó las cuentas de Dios
Durante décadas, los asuntos económicos del Vaticano estuvieron rodeados de una bruma de opacidad, Francisco se propuso transformar la administración de la Santa Sede desde sus cimientos

El Papa Francisco / DISCOVERY+
Cuando Jorge Mario Bergoglio fue elegido papa en marzo de 2013 y adoptó el nombre de Francisco, el mundo vio en ese gesto una declaración de intenciones: humildad, sencillez y cercanía. El nuevo pontífice venía del "fin del mundo", como él mismo lo expresó, y su estilo rompía moldes desde el primer instante: rechazó el uso del lujoso apartamento pontificio, optó por una residencia más modesta y pidió, antes de bendecir al pueblo, ser bendecido por él. Pero tras ese estilo pastoral, emergía una determinación firme que marcaría su pontificado: la renovación profunda de las estructuras internas de la Iglesia, empezando por sus finanzas.
Durante décadas, los asuntos económicos del Vaticano estuvieron rodeados de una bruma de opacidad, alimentada por estructuras complejas, normativas desfasadas y una cultura institucional ajena al escrutinio moderno. Consciente de que no es posible predicar la ética sin encarnarla, Francisco se propuso transformar la administración de la Santa Sede desde sus cimientos. Y lo hizo convencido de que la espiritualidad auténtica exige también rigor en la gestión y coherencia entre el mensaje y la práctica.
Se reformó el funcionamiento del Instituto para las Obras de Religión (IOR), más conocido como el "Banco del Vaticano", con el objetivo de evitar prácticas poco claras
Una reforma con vocación estructural
Uno de los primeros movimientos del nuevo papa fue la creación de la Secretaría para la Economía, concebida como una especie de Ministerio de Finanzas con competencias reales y transversales. Esta decisión marcó un antes y un después: por primera vez, todos los organismos del Vaticano quedaban sujetos a una instancia común de supervisión económica.
Junto con esta medida, se instauraron auditorías externas, se implementaron normas contables internacionales y se reformó el funcionamiento del Instituto para las Obras de Religión (IOR), más conocido como el "Banco del Vaticano", con el objetivo de evitar prácticas poco claras o riesgosas. Asimismo, se inició un proceso de centralización y registro del vasto patrimonio inmobiliario de la Iglesia, disperso y en muchos casos subutilizado.
El objetivo era claro: avanzar hacia una administración eficiente, ética y moderna, que respondiera a los estándares globales de transparencia y que estuviera al servicio del bien común, no de intereses particulares.
Hacia una Iglesia con menos lujos y más misión
Más allá de los cambios estructurales, Francisco también promovió una cultura de sobriedad y austeridad dentro del clero y la administración eclesial. Su ejemplo personal fue el que marcó la pauta: desde su elección, renunció a muchos de los privilegios y símbolos de poder que tradicionalmente acompañaban a los pontífices.
Alentó a los obispos y responsables de congregaciones a revisar sus estilos de vida, a desprenderse de lujos innecesarios y a poner los recursos al servicio de los más necesitados
Este impulso tuvo eco en múltiples niveles. Alentó a los obispos y responsables de congregaciones a revisar sus estilos de vida, a desprenderse de lujos innecesarios y a poner los recursos al servicio de los más necesitados. Insistió en que la Iglesia no podía parecer una institución rica mientras proclamaba el Evangelio de los pobres. En su visión, la austeridad no es solo una cuestión de coherencia, sino también de eficacia pastoral.
Ética, justicia y modernización
Francisco sostuvo que la credibilidad de la Iglesia no podía depender solo de la doctrina, sino también de su ejemplo institucional. Por eso, sus reformas económicas no fueron solo técnicas, sino profundamente morales. El papa entendía que la transparencia y la rendición de cuentas son condiciones ineludibles para la confianza social.
En varias ocasiones advirtió que el mal uso del dinero, más allá de los daños económicos, podían provocar escándalo moral, alejamiento de los fieles y descrédito público. Por eso impulsó también la capacitación del personal vaticano en ética financiera, gobernanza y responsabilidad institucional, buscando una cultura organizacional menos clerical y más profesional.
El papa Francisco propuso una economía que no midiera su éxito únicamente por el crecimiento del PIB, sino por el bienestar real de las personas, por la salud del planeta y por el acceso justo a los bienes comunes
Una economía con rostro humano
El legado reformista de Francisco va más allá de las paredes del Vaticano. En sus principales documentos magisteriales —Evangelii Gaudium, Laudato Si’ y Fratelli Tutti— ofreció una crítica frontal al sistema económico global, marcado por la especulación, la desigualdad, la lógica del descarte y la devastación ambiental.
Desde esta perspectiva, impulsó el Pacto de Asís, un movimiento internacional que convocó a jóvenes economistas, empresarios y líderes sociales a repensar el modo en que se concibe el desarrollo. No se trata de rechazar la economía, sino de humanizarla. De hacerla más inclusiva, más sostenible, más equitativa.
El papa Francisco propuso una economía que no midiera su éxito únicamente por el crecimiento del PIB, sino por el bienestar real de las personas, por la salud del planeta y por el acceso justo a los bienes comunes. Una economía que respetase los límites ecológicos y que estuviera centrada en la dignidad humana.
Construir futuro desde la ética
El mensaje que se desprende de este proceso es poderoso: reformar no es destruir, sino depurar; no es rechazar la tradición, sino devolverle su autenticidad. Francisco demostró que es posible modernizar las estructuras milenarias sin renunciar al espíritu que las fundó. Que se puede ser audaz sin caer en el rupturismo.
Esta visión ética del poder, de la economía y de la Iglesia tiene una resonancia que va más allá del ámbito religioso. En un mundo marcado por la desconfianza hacia las instituciones, el ejemplo de una organización que se atreve a reformarse desde dentro, que acepta la autocrítica y que pone la justicia por encima de los intereses, es una lección de integridad con alcance universal.
Un legado que interpela a todos
Hoy es difícil negar que Francisco inició una transformación sin precedentes en la historia reciente del Vaticano. Una transformación que, si bien enfrenta resistencias internas y limitaciones inevitables, ha generado una nueva cultura institucional, más abierta, más responsable y acorde con los desafíos del siglo XXI.
Su legado no es solo económico. Es un testimonio espiritual de lo que significa liderar con coherencia, con convicción y con mirada larga
Su legado no es solo económico. Es un testimonio espiritual de lo que significa liderar con coherencia, con convicción y con mirada larga. Un legado que habla de fe, sí, pero también de humanidad, de justicia y de compromiso con la verdad.
A diez años y pocos días de su elección, el papa Francisco continuará siendo una figura profundamente influyente. No por la autoridad que representó, sino por el ejemplo que ha dejado. En tiempos de incertidumbre y polarización, su voz resonará como un llamado a la esperanza activa, a la reforma posible, al futuro construido con honestidad y compasión.
Su reforma nos interpelará a todos: creyentes y no creyentes, políticos y ciudadanos, jóvenes y mayores. Porque detrás de sus decisiones hay una convicción que nos une más allá de las creencias: que el poder sin ética destruye, y que el futuro solo será posible si lo construimos sobre la verdad, la justicia y la responsabilidad. Porque su lucha, en última instancia, fue por una Iglesia que no temía a la verdad y por un mundo que no se resignara al cinismo. Una Iglesia más austera, más justa y transparente: ese es el horizonte que comenzó a trazar. A estas alturas, pocos pueden negar que Francisco ha sido el papa que más ha hecho por sanear y modernizar las finanzas del Vaticano. Y aunque la tarea está lejos de completarse, el rumbo está marcado y los puentes están creados.
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