Opinión | Comentarios al paso
Algo sobre mi madre (I)
Ediciones Trea me publicó en 2015 el libro que titulé "Los reinos tristes de Acilina", una especie de memorando, donde, como escribe Elena de Lorenzo Álvarez en la presentación de la novela, es ella, mi propia madre, quien perfila todas las mujeres que fue, quien pone voz a su vida: la moribunda en una cama de hospital atestada de morfina; la enferma de cáncer con la quimio surcándole las venas; la mujer trabajadora, siempre apremiada por la necesidad, viviendo de prestado, madrugando mientras la ciudad se despereza, bregando por la vida; la maltratada por el marido segundo, preocupada sobre todo de proteger a sus hijos; la enamorada de un primer marido que se llevó la mina; la hija del fusilado en el penal de Burgos; la que cree que su madre no la quiso; y, sobre todo, la madre de "los suyos", a quienes cuenta su historia y hace legatarios de sus reinos. Una especie de memorias, que son las suyas, pero también retazo de las de un tiempo y un país. Transcribo el apuntamiento con que finalizo el libro, donde desenmascaro el artificio literario que me inventé a golpe de rabia pronta, de tristeza antigua:
Aunque en la lápida de un nicho del cementerio de Ceares consta que Acilina Martínez San Millán, mi madre, desapareció de esta faz terrenal, ella lo niega al proclamarse inmune a la muerte con todo su desparpajo, pertrechada de un inefable descaro imposible de domeñar. El autor -o mejor, copista entrometido en la confección de titulares y aficionado a intertextuales meteduras de baza- de este relato por entregas, su hijo mayor, se siente traído al retortero por la caprichosa memoria de la madre, que lo lleva de un terreno a otro, de un personaje a otro, de una emoción a otra, de un tiempo a otro sin solución de continuidad, de la realidad a la ficción y viceversa, como en un atropellado juego de niños o en un batiburrillo de vida contada -y cantada- al desgaire.
Historias que pretenden sustentarse en una memoria, como todas, antojadiza, fragmentaria, fabuladora. Narraciones sueltas, a duras penas entrelazadas por eslabones de puntos suspensivos, que bucean en certezas y fingimientos sin advertir límites o distingos porque resulta imposible el deslinde a estas alturas y, además, inútil. De nada vale indagar en los rasgos distintivos de la vida de Acilina, mi madre, puesto que lo que aquí retaza se atiene, al fin y al cabo, a su peculiar y revuelta interpretación de esos dos principales fundamentos que sostienen y explican todas las vidas desde la aparición de colectividades y tribus humanas: el miedo y el sexo.
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