Ajedrez a cuatro
"El caballo ciego", de Kay Boyle, es una novela maestra urdida con los materiales de un relato
A lo largo de una dilatada existencia, que transcurrió entre 1902 y 1992, Kay Boyle tuvo ocasión de convertir su vida en una obra de arte. Hija de una acomodada familia de Minnesota, protagonizó el florecimiento de la vanguardia literaria en el París de entreguerras, denunció el nazismo en sus orígenes, cuando la hidra que destruiría Europa comenzaba a tomar forma, se casó en terceras nupcias con el barón Joseph von Franckenstein, líder de la Resistencia austriaca a Hitler, lideró el grupo de escritores llamados a ser el relevo natural de los maestros de la Generación Perdida, sufrió los rigores del macartismo conociendo la prisión y el olvido de las élites, luchó por los derechos civiles de los afroamericanos y se opuso a la intervención militar en Vietnam. Cuando se apagó en una residencia de California, nonagenaria y madre de seis hijos, había publicado más de cuarenta libros. Entre ellos dejó al menos una obra maestra, "El caballo ciego", que gracias a Muñeca Infinita, editorial que está construyendo un catálogo irresistible con títulos como "Vestido negro y collar de perlas", de Helen Weinzweig, "El hijo", de Gina Berriault, o la novela que hoy nos ocupa, reclama su lugar bajo el sol de los sellos con más afinado criterio del panorama.
La obra es una inteligentísima variación en torno al triángulo padre-madre-hija
"El caballo ciego" es una sutil e inteligentísima variación en torno al triángulo padre-madre-hija, esquema abonado a interpretaciones de muy variado signo, sean conductistas, psicoanalíticas o estructuralistas. Sólo que en este triángulo de pasiones y de afectos, determinado tanto por los lazos de sangre como por las exigencias de la educación, Boyle introduce un factor inesperado que conformará el prodigioso ajedrez a cuatro que organiza la novela: un caballo castrado y repentinamente ciego, adquirido por el padre en un momento de debilidad, vivido por la madre como una ofensa personal y adoptado por la hija como una especie de bandera de independencia. En torno al indulto o al sacrificio de este animal, Boyle despliega su meditación a propósito del fracaso, el paso del tiempo y el conflicto entre padres e hijos, articulando una narración que ha asumido lo mejor de la revolución literaria debida a nombres como Woolf, Joyce o Faulkner, para urdir una obra de una densidad emocional y una capacidad de conmoción al alcance de contados escritores. Podría decirse que, con estricta economía de medios, y sirviéndose de unos materiales y de una anécdota que encajarían en el género del relato, Boyle ha sido capaz de bordar una tela maestra acerca de la caducidad de nuestros sueños, pero también acerca de la dignidad y el heroísmo que atesoran los afrentados. El resultado es una novela de amor en el sentido más amplio del término (amor a ese otro que es siempre el animal; amor filial; amor sexual; amor a las sucesivas imágenes de uno mismo que construimos a lo largo de la vida) que se lee con la justa mezcla de asombro y gratitud surgida de la literatura concebida y ejecutada en estado de gracia.

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El caballo ciego
Kay Boyle
Traducción de Magdalena Palmer
Muñeca Infinita, 166 páginas, 18,95 euros
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