Opinión
Ángel Vilaboa
El legado de la ternura
Desde la Patagonia sopló un viento fuerte que hizo despertar a un gigante dormido. ¿Quién iba a imaginar que, desde tierras tan lejanas, vendría un mensaje profético para la Iglesia y el mundo? Pero como el Espíritu Santo es caprichoso y sopla por donde quiere, esta vez quiso traernos, desde nuestra patria hermana Argentina, un Papa dispuesto a sacudir el ánimo de tantos, agazapados tras la trinchera de seguridades más mundanas que divinas.
Desde el principio nos animó a aceptar la pobreza de la Iglesia y a comprenderla como un hospital de campaña capaz de acoger a todos. Muchas veces insistió en trabajar por "una Iglesia herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por encerrarse y aferrarse a sus propias seguridades". No puedo evitar emocionarme al recordar esas palabras, que subrayan en mi corazón aquella frase del Evangelio: "Tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree en Él no se pierda, sino que tenga vida eterna" (Jn 3, 16). Con ardor misionero, nos invitó a salir a la calle para ser pastores entre las ovejas porque a Jesús también se le encuentra en medio de las pobrezas y sufrimientos de nuestro tiempo.
Rechazó el discurso de la batalla cultural, embarrado por la lógica mundana, y lo transformó en un diálogo con notas de misericordia. El mundo no es el enemigo, sino el hermano al que debemos cuidar con paciencia, porque: ¿Quién soy yo para juzgar? Así que, con esa gracia porteña, se dispuso a construir puentes con la sociedad sobre los pilares de la sencillez y la ternura. El diálogo entre fe y razón de Benedicto XVI se transformó en gestos concretos.
Francisco nos embarcó en una Iglesia en salida, dispuesta a navegar por los mares más difíciles. La barca puede zarandearse, pero no se hunde porque confía en su Señor. Por ello, nos invitó a ser valientes y mirar al mal de frente. Denunció los crímenes cometidos por miembros de la Iglesia y puso todos los medios a su alcance para que la verdad saliera a la luz. No tuvo miedo de pedir perdón.
Nos recordó que la política es el arte más noble de la vida civil y que la justicia evangélica debe sembrarse en los grandes retos de nuestra sociedad. Su viaje a Lampedusa supuso un grito en la conciencia europea ante la indiferencia, e incluso la animadversión, hacia el emigrante. Denunció con fuerza una economía que mata y nos encierra en un individualismo que va carcomiendo los lazos de la amistad social. Abrió la Iglesia al cuidado de la casa común. Y acabó sus días implorando a Dios por una paz que sucumbe ante corruptas ambiciones políticas.
El Papa jesuita nos propuso un modelo de santidad para la vida cotidiana, asumible por hombres y mujeres corrientes. No hace falta ser especial, la santidad se manifiesta en cosas tan comunes como el amor a los hijos o el trabajo honesto. Subrayó el camino cristiano de las bienaventuranzas como verdadera ortodoxia y nos advirtió de los peligros de una fe que absolutiza la ideología (gnosticismo) o la moral (pelagianismo). Y en tiempos de extremos, los de hoy, sus palabras suenan proféticas, como un bálsamo para la santidad del sentido común o, como él decía, para "los santos de la puerta de al lado".
Ahora nos toca tomar su testigo y continuar el legado de "un amor que se hace cercano y real con la ternura" para acoger, escuchar y acompañar.
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