Hay días en los que el destino decide que vas a ser el protagonista de una tragicomedia, y el pasado 14 de febrero, Día de los Enamorados, que para mí, como muchos de esos otros "días" tan de moda y tan comerciales, tiene el mismo valor que el Día Mundial del Tornillo Oxidado o el del Agua Mineral con Gas, fue uno de esos. Era viernes, hacía buena temperatura, y yo me había acercado esa tarde a Gijón a pasear por el Muro. Mi mujer, aprovechando el viaje, me pidió que recogiera una tarta que había dejado encargada y pagada en una confitería de la calle Menéndez Pelayo, que esa noche teníamos cena de amigos en casa y a ella le gustaba esa tarta para el postre. Acepté sin rechistar. Recoger, volver y listo. ¿Qué podía salir mal? Aparqué un momento en una zona de parada de bus, enfrente de la confitería. Pensé que sería un visto y no visto: cruzar la calle, recoger la tarta y a casa. Así que, con la tranquilidad del que se cree invulnerable, dejé la cartera y el móvil en el coche y me lancé a la misión. Salió perfecta. Hasta que dejó de serlo. Al volver, vi venir al autobús. "Meca, ahí viene -pensé-, pues a cruzar corriendo"; miré que no viniera nadie y me puse a atravesar la calle por el medio, sin paso de cebra ni nada, lo más rápido que pudiera. Mala idea. No vi una camioneta que salió de no sé dónde y a toda velocidad, y con el susto se me cayó la llave del coche, que ya llevaba en la mano. Y plas, la camioneta misteriosa pasó por encima, dejando la llave en el suelo con el mismo grosor que una oblea de primera comunión. Resultado: yo en medio de la calle, sin poder abrir el coche, con el autobús pitando como si estuviera en una manifestación, sin un duro y sin móvil para poder llamar a nadie, pero, eso sí, con mi tarta en la mano. Buff, vaya momento. El conductor del autobús hizo lo que haría cualquier persona normal en su situación: cabrearse conmigo. La escena llamó la atención de los viandantes, que en cuestión de segundos formaron un corrillo digno de espectáculo callejero. Intenté explicar la situación, pero, a la vista de la llave, la mitad ya se estaba riendo antes de que terminara la frase. No les culpo. Para arreglar la cosa llega una pareja de la Policía Municipal, en moto. Apenas abrí la boca para contar mi desgracia cuando una señora del público, poseída por el espíritu de una telenovela venezolana, va y les suelta: "Miren, es que este señor está enamorado de su mujer y le ha comprado una tarta por San Valentín, pero ha perdido las llaves del coche y ahora no puede entrar". No supe si huir o desmayarme sobre la caja de la tarta, pero opté por explicar la verdad. Los policías, bastante comprensivos y con una media sonrisa, dijeron que había que llamar a la grúa y que yo, con mi tarta, los acompañara a la Comisaría y desde allí ya arreglábamos todo. Y entonces, la señora, al escuchar la palabra "grúa", se indignó. "¡No pueden hacerle esto hoy a un hombre enamorado!", gritó, y de repente el público se convirtió en jurado popular, protestando por mi honor mancillado y mi injusta condena. La cosa se estaba yendo de madre. Yo intenté calmar los ánimos, pero en ese momento ya daba igual: había nacido un héroe romántico involuntario, y los pobres policías lo estaban pagando. Justo cuando mi esperanza se evaporaba más rápido que la paciencia de los municipales, apareció mi hija pequeña, con esa mezcla de incredulidad y resignación que solo los hijos saben tener cuando encuentran a su padre en una situación absurda. "Papá, ¿qué es todo esto?", preguntó entre risas. Resulta que mi mujer, al no poder localizarme, la había mandado a recoger la tarta "por si acaso" a mí se me había olvidado. Y la muy bendita, más organizada que su progenitor, llevaba en su bolso otro juego de llaves del coche. Y así fue como me salvé, con la policía librándose del linchamiento popular y el público aplaudiéndome como si acabara de salir victorioso de un duelo medieval. Tal cual. Arranqué y me fui a casa, con la tarta intacta, pero con el orgullo parecido al estado de la llave aplastada. Esa noche, cuando llegó el momento del postre, rechacé la famosa tarta con la solemnidad de un monje en ayuno. Me comí un par de galletas Fontaneda y me fui a dormir. Para dulces, ya había tenido bastante. Sí.