Opinión

Eres peor que una madre

El mundo de las emociones a la luz de las relaciones maternofiliales

"Eres peor que una madre". Eso me dijo L. hace unos días, durante el almuerzo, en casa. Le acababa de servir una ración de la coliflor con bechamel que yo había gratinado en el horno sin mucho tiento, quizá atención, y se había tostado de más, quemado un poco, ligeramente. Mi tendencia a cuidar en exceso, a sobreproteger incluso, hizo que, a la hora de repartir en los platos, yo le pusiera a ella la parte que había salido indemne de la quema, o del descuido, y dejara para mí los trozos chamuscados. De ahí esa frase suya, "Eres peor que una madre", referida al trato que las progenitoras dan a sus hijos e hijas, anteponiendo siempre, en teoría, el bienestar de ellos al suyo propio.

Esa reacción, que L. pensó que yo malinterpretaría, como hago a veces, pues sufro el mal de la literalidad, en mi cerebro hay poco espacio para todo lo que se escape del pie de la letra, me devolvió a un pensamiento que llevo articulando desde que participé, los pasados 14 y 15 de marzo, en el encuentro "Las mujeres que opinan son peligrosas", que se celebra en Pontevedra desde 2018. Una de las ponentes de este año fue la periodista y escritora Blanca Lacasa, a propósito de su último libro, "Las hijas horribles" (Libros del K.O.), donde aborda la naturaleza de las relaciones maternofiliales marcadas, condicionadas, por el heteropatriarcado.

El título responde a lo que a Blanca le dijo una de las mujeres que entrevistó para la obra: "El día que no me da tiempo a llamar a mi madre por teléfono me siento una hija horrible". Aquel sentimiento, culpable, cuestionador, basado en una obligación autoimpuesta que no responde a la racionalidad, pues nada grave sucede ante esa falta, esa ausencia momentánea, circunstancial, está arraigado en la educación recibida por ellas, nuestras madres, y por nosotras, las hijas, cuidadoras unas y otras.

Hablo, en este caso, por lo que observo, las películas que veo, los libros que leo, por lo que escucho, conversaciones ajenas que jamás podrán ser propias, ya que yo soy huérfana de madre desde los 14 años y no tengo hijos. Carezco de experiencia en esa materia, tan fértil en el terreno creativo, pero me interesa mucho, tal vez por eso, hay un enorme vacío en mi interior que busco llenar con las vidas de los demás, quienes me rodean.

En el tren de regreso a Madrid, acabado el encuentro gallego, decidí volver al documental de Joan Didion "El centro cederá" (Netflix). Lo hice conscientemente, sabía lo que perseguía. Era la cuarta vez que lo veía, pero en esa ocasión me detuve, mis ojos y oídos, mi atención, toda ella, en la parte en la que la escritora estadounidense habla de la relación que tuvo con su hija Quintana, a la que perdió en agosto de 2005.

Una muerte de la que Didion, que falleció el 23 de diciembre de 2021, se sentía todavía, doce años después, culpable. "Era adoptada, me la habían dado para cuidarla, y fallé". La autora lo dice, lo confiesa, mirando a la cámara en la que en ese momento se ha convertido el rostro de su sobrino, Griffin Dunne, autor del documental. Cuidado y culpa, culpa y cuidados, madres e hijas, hijas y madres.

Al llegar casa, mientras preparábamos la comida, le pregunté a L. qué relación ha tenido con su madre, nonagenaria y que estos días atraviesa un bache de salud. "Ha sido una buena madre", respondió. "No te he preguntado eso", le dije. Ella, que rehúye las cuestiones que la colocan al filo de las emociones incontrolables, recondujo entonces su contestación y me dijo que han tenido una buena relación, la tienen, de complicidad, cariño, comprensión y que quizá siga siendo así porque, a diferencia de sus dos hermanos, ambos padres, ella no ha dejado de ser hija porque no ha sido madre.

Basta, terminé yo aquella conversación doméstica, sabedora de la incomodidad de L., no le gusta pensar en su madre como un posible pretérito en su vida, con que te sientas cuidada y querida, y ella también. En eso consiste ser madre, e hija. Pero, como en cualquier relación, nada está garantizado. Lo escribe Jane Lazarre en "El nudo materno" (Las afueras): "A mi entender, lo único eterno y natural en la maternidad es la ambivalencia".

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