Opinión | Soserías

Reja y rejón

La diferencia entre la dignidad y el oscurantismo de la ofuscación dogmática

Reja y rejón

Reja y rejón / LNE

La hipocresía es la calle más larga del mundo, dejó escrito Quevedo, cada uno tiene en ella su cuarto. Hoy diríamos: su piso, su apartamento, su dúplex o su ático.

En efecto, es probable que la hipocresía la llevemos todos cosida en nuestros comportamientos, alicatados como estamos de falsedades y laberintos como somos de falsas sabidurías.

Ocurre sin embargo que la hipocresía en el político "sociata" "progre", "feminista", "transversal", "animalista" y "plurinacional" da mucho asco cuando se descubre que en él no hay sino tramoya, palabrería sin sustancia, árbol sin fruto, una glorieta donde todo se mezcla y se vuelve embeleco.

O mucha risa que es lo que suscita cuando advertimos que quien se creía "rejón" no es sino una "reja" mal pintada.

Porque entre la "reja" y el "rejón" hay la misma distancia que entre el "papel" y el "papelón". Uno representa la dignidad; el otro, la ridiculez.

Me explico. Quien maneja un "rejón" dispone de un arma cortante para hendirla en la piel de la sociedad, sacarla de su ensimismamiento y de sus errores y desvelarle el camino hacia un mundo nuevo de justicia y de solidaridad. Propina así al decorado circundante un rejonazo, una lanzada, merecida porque el cuerpo social suele estar embarazado de vicios y no le viene mal que alguien, de vez en cuando, lo zarandee y le salte sus costuras hilvanadas con paparruchas melifluas.

El "rejonazo" provoca pues una herida, sí, pero una herida de las que sanan por cuanto libera de humores malignos.

Pero quien no es sino "reja" y además mal pintada lo único de que dispone es de un conjunto de barrotes que coloca en las ventanas de sus entendederas para seguridad de sus endebles convicciones o adorno ocultador de sus carencias.

La reja opera en ese fariseo como instrumento para fabricar un contorno aislado en el que poder disfrutar a sus anchas de las majaderías de su intelecto y jugar bobamente con ellas.

El así "enrejado" ve el mundo a través de la celosía de sus prejuicios, de su inmadurez, con la ventaja además de que ve sin ser visto, es decir, sin que el público perciba la enormidad de su ignorancia y la hondura de su analfabetismo.

Este "enrejado" que describo ha echado la persiana a la realidad y vive en el oscurantismo de su ofuscación dogmática, de su intolerancia sectaria y de su obstinación evangelizadora.

No calibra la dimensión de la realidad sino a su antojo, tal como la observa desde la peana de sus arbitrios, desde el tambaleante pedestal de su extravagancia conceptual.

Es un desdichado que, así como don Quijote veía castillos donde había molinos, él ve solidez allí donde no hay sino ligereza, recto proceder donde no hay sino tropelía y determinación fundada donde no hay sino estúpida tozudez.

El "enrejado" es un dogmático, solo que de dogmas truchos.

Es decir, es un truchimán, un perillán.

Y de este impostor procede huir a toda velocidad para que no nos inyecte el veneno de su bien retribuida memez.

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