Un joven ucraniano que escapó de las bombas es la nueva sensación del sumo y la más seria oportunidad europea de alcanzar la gloria en el deporte nacional japonés. Nació veinte años atrás como Danylo Yavhusishin pero en los 'dohyo' o rings de combate se le teme como Aonishiki Arata. En un periodo extraordinariamente corto ha desmentido a los que le desdeñaban como un elemento folclórico en una práctica de ritos ancestrales. En el último torneo, celebrado en año nuevo, ganó doce combates y apenas perdió tres. Nueve competiciones ha necesitado apenas para trepar hasta la primera de las seis categorías, un honor compartido solo con otros dos 'rikishi' o luchadores desde 1956. Se entiende, pues, el ruido mediático. Su historia empieza a miles de kilómetros al este. En Vinnitsa, una ciudad grapada a la historia por el pogromo nazi de judíos, un niño de siete años que practicaba judo y lucha libre quedó maravillado por la estampa y los movimientos de los atletas de sumo que visitaron su gimnasio. Se puso a ello y en 2019 viajó a un torneo juvenil en Osaka. De ahí se llevó el tercer puesto y el contacto que cambiaría su vida. Era Arata Yamanaka, director del club de sumo de la Universidad Kansai, con quién continuó en contacto por internet. Tres años después, tras la invasión rusa, le pidió ayuda y Yamanaka le permitió vivir en su establo o centro de entrenamiento. Y ahí llegó Aonishiki sin saber una palabra de japonés ni cuándo podría reunirse con su familia. El ucraniano ha incorporado a su 'shikona' o nombre de luchador el de pila de su benefactor. De aquellos días recuerda una comprensible soledad y la dureza de los entrenamientos. En el club de Kansai nadie podía con aquel ucraniano. Su capitán, Akihiro Sakamoto, confesó recientemente en la prensa local que no ganó ni uno de sus 200 combates con 'Danya', como todos le conocen. “Acabará convirtiéndose en un yokozuna (el más alto rango de luchador), es realmente formidable”, añadió. Muchos extranjeros han fracasado por la brecha cultural, abrumados por un país tan celoso de sus tradiciones y mismidad que el de fuera siempre será de fuera. A Aonishiki, sin embargo, parece que lo han adoptado como propio, y no sólo porque ya maneja con soltura el idioma, se ha dejado crecer el pelo para atarlo con el moño superior del gremio o se muestra tozudamente humilde cuando le preguntan por la receta de su éxito: “Todo lo que he hecho es seguir las instrucciones del maestro de mi establo”. Es su técnica de combate, tan refinada y ortodoxa como la de sus colegas japoneses, que le ayuda a vencer a contrincantes más corpulentos. A Japón llegó con 180 centímetros y 110 kilos, subidos ya a 135 tras las preceptivas maratones de engorde, pero es aún ligero y menudo para los estándares en las competiciones más elevadas. En Japón están acostumbrados a 'rikishis' europeos que llegan desde la lucha libre y compensan sus carencias técnicas con su exuberante corpulencia. Aonishiki personifica la afinidad bilateral. Japón y Corea del Sur son las excepciones a la equidistancia asiática en la guerra. Tokio participa en las sanciones occidentales contra Rusia, envió el pasado año unos 4.000 millones de euros a Kiev y le ha ofrecido ayuda para la reconstrucción. Pocos saben de eso más que Japón, levantada en tiempo récord tras ser arrasada sin piedad en la segunda guerra mundial. Su Constitución le prohíbe exportar armamento pero sí ha enviado raciones para la soldadesca, chalecos antibalas y financiación para retirar minas. Japón ha acogido a casi 3.000 ucranianos desde que empezó la guerra, según las cifras oficiales, y destina un millón de yenes (6.214 euros) a la manutención de cada uno de ellos. Esa ayuda, anunció en febrero, irá adelgazándose y el foco virará al apoyo para encontrar empleo y aprender el japonés. La medida es inevitable cuando se cumplen tres años de guerra y el 70 % de los ucranianos, según una encuesta reciente, pretende continuar en Japón. No es Aonishiki el único ucraniano en el 'dohyo'. En 2020 ya debutó Serhii Sokolovskyi, conocido como Shishi Masaru, con quien comparte el silencio sobre la situación de su país porque la Asociación Nacional de Sumo castiga cualquier comentario político. Pero Shishi, una torpona mole de 170 kilos, ha sufrido para progresar y pocos esperan ya que con 27 años y una técnica rudimentaria alcance la gloria. Esa le corresponde a Aonishiki si perfecciona su defensa contra los que le sacan del 'dohyo' a pura fuerza, pronostican los analistas. Estonios, búlgaros, checos y otros europeos frecuentaban años atrás los torneos de sumo. Fue el pertinaz dominio mongol el que empujó al país al diván la pasada década cuando cuatro de ellos fueron nombrados 'yokozuna'. Varias razones explican el auge de la presencia extranjera. Los 'rikishi' son captados en la adolescencia y les esperan muchos años de sacrificado entrenamiento en pos de un reconocimiento que solo disfrutará un puñado de ellos. Esa vida árida se le hace insoportable a la juventud tecnificada japonesa. Una esperanza de vida por debajo de los 60 años en el país que la tiene más elevada tampoco estimula los reclutamientos.